El joven Cadou era aspirante a ser escritor. De hecho, llevaba ya meses preparándose para serlo.
Era la alegría de sus señores padres, que, a diferencia de muchos otros, habían puesto a su
disposición todo tipo de facilidades para que él pudiera ser escritor. Les hacía una ilusión inmensa
que el joven Cadou pudiera un día convertirse en una brillante estrella del firmamento literario
francés. Condiciones no le faltaban al chico, que leía sin tregua toda clase de libros y se preparaba
a conciencia para llegar a ser, lo más pronto posible, un escritor admirado.
A su tierna edad, el joven Cadou conocía bastante bien la obra de Gombrowicz, una obra que le
tenía muy impresionado y que le llevaba a veces a recitar a sus padres párrafos enteros de las
novelas del polaco.
Así las cosas, la satisfacción de los padres al invitar a cenar a Gombrowicz fue doble. Les
entusiasmaba la idea de que su joven hijo pudiera entrar en contacto directo, y sin moverse de su
casa, con la genialidad del gran escritor polaco.
Pero sucedió algo muy imprevisto. Al joven Cadou le impresionó tanto ver a Gombrowicz entre las
cuatro paredes de la casa de sus padres, que apenas pronunció palabra a lo largo de la velada y
acabó —algo parecido le había ocurrido al joven Marboeuf cuando vio a Flaubert en la casa de sus
padres— sintiéndose literalmente un mueble del salón en el que cenaron.
A partir de aquella metamorfosis casera, el joven Cadou vio cómo quedaban anuladas para siempre
sus aspiraciones de llegar a ser un escritor.
[Cadou] (…) no se limitó a verse toda su breve vida (murió joven) como un mueble, sino que, al
menos,pintó. Pintó muebles precisamente. Fue su manera de irse olvidando de que un día quiso
escribir.
Todos sus cuadros tenían como protagonista absoluto un mueble, y todos llevaban el mismo
enigmático y repetitivo título: «Autorretrato».
«Es que me siento un mueble, y los muebles, que yo sepa, no escriben», solía excusarse Cadou
cuando alguien le recordaba que de muy joven quería ser escritor.
Sobre el caso de Cadou hay un interesante estudio de Georges Perec (Retrato del autor visto como
un mueble, siempre, París, 1973), donde se hace sarcástico énfasis en lo sucedido en 1972 cuando
el pobre Cadou murió tras larga y penosa enfermedad. Sus familiares, sin querer, le enterraron
como si fuera un mueble, se deshicieron de él como quien se deshace de un mueble que ya
estorba, y le enterraron en un nicho cercano al Marché aux Puces de París, ese mercado en el que
pueden encontrarse tantos muebles viejos.
Sabiendo que iba a morir, el joven Cadou dejó escrito para su tumba un breve epitafio que pidió a
su familia que fuera considerado como sus «obras completas».
“Intenté sin éxito ser más muebles, pero ni eso me fue concedido. Así que he sido toda mi vida un
solo mueble, lo cual, después de todo, no es poco si pensamos que lo demás es silencio.”
Clement Cadou. Epitafio (Obras completas)
(Enrique Vila-Matas. Bartleby y compañía. Anagrama 2002)
En otoño de 2001 disfruté durante 4 meses de una beca en la Ciudad Universitaria
Internacional de París.
En aquel viaje, sin haberlo planeado premeditadamente, decidí leer a mi admirado
Georges Perec en francés. En la biblioteca del Colegio de España, donde me alojaba,
encontré un libro que me pareció muy apropiado en aquel momento: Tentative
d’épuisement d’un lieu parisién.
En él hallé una frase que desde entonces se convirtió en leit motiv de mi trabajo; escribía
Perec: “Mi propósito en estas páginas es describir el resto: eso que no se nota generalmente, eso que
no destaca, eso que no tiene importancia: eso que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, las
gentes, los coches y las nubes.”
Con mi francés básico traduje el título del libro como Intento de apreciación de un lugar
parisino. Ahora, gracias a una edición en castellano (Gustavo Gili, 2012), se que la
traducción correcta es Tentativa de agotamiento de un lugar parisino.
Esta confusión lingü.stica es la que alienta el nombre de Intento de apropiación de una
silla de París.
Perec es una de las patas en la que se asienta el proyecto que presento en La Naval. Mi
instalación quiere además rendir homenaje a una construcción singular de los años 30, a
la pintura de interiores holandesa del XVII y a la silla Standard de Jean Prouvé.
Aquella estancia, me brindó la ocasión de conocer un maravilloso edificio de los años 30,
ya que me adjudicaron un estudio situado en el Colegio Holandés (College Néerlandais). El
colegio por fuera me encantó, pero todavía me pareció mejor cuando accedí al interior por
aquella marquesina de entrada tan peculiar, allí estaba la conserjería y después el amplio
hall donde hacían la vida los estudiantes. Me fijé en la carpintería original de hierro de los
ventanales que daban al patio central, en las barandillas de las escaleras, en los suelos,
etc. Todo me llamaba la atención y todo me gustaba.
Aquel atelier del Colegio Holandés tenía paredes blancas y el suelo de baldosa ajedrezada,
dos grandes ventanales por los que entraba luz natural y muchos armarios empotrados,
además de un cuartito con un lavabo. Su escueto mobiliario consistía en una mesa grande
lacada en negro, diseñada para ser utilizada por dos estudiantes, y un par de sillas que el
inquilino anterior (el pintor Santiago Idañez) usaba para apoyar sus lienzos mientras
pintaba. Pero como yo llevé desde Madrid mi caballete de estudio desmontado, las usé
para sentarme a trabajar en la mesa.
Desde el principio quedé intrigada con una de las sillas, que se convirtió en mi predilecta.
La fotografié desde varios ángulos y como me ocurre a menudo, pronto encontré que
aquella silla tenía personalidad propia. Yo sentía que aquella silla era especial. Entonces en
una visita al Museo de los Años Treinta conocí el mobiliario de Jean Prouvé y lo tuve claro.
Consulté libros y descubrí que aquella silla era una de las que el francés había diseñado
para amueblar la cafetería de la Residencia de Ingenieros de Artes y Oficios en los años
50. Durante los sucesos de mayo del 68, cuando las casas y las instalaciones de la Cité
fueron ocupadas, aquellas sillas anduvieron de un lado para otro y esta había acabado su
deriva en aquel estudio donde llevaba años sin llamar la atención.
La silla de París. 2014. Acrílico sobre lienzo. 33x46 cm.
La tentación de apropiarme de aquella silla fue realmente fuerte. Con los lienzos,
bastidores, el caballete, etc., yo tenía mucho material para mandar de vuelta a España. La
beca incluía una bolsa de viaje para transporte y compré en unos almacenes parisinos
(BHV Marais) un gran baúl rojo metálico para llenarlo de cosas. No me hubiera resultado
difícil meter dentro la silla y llevármela.
Tengo la seguridad de que nadie la habría echado en falta porque yo misma fui la que
avisé en la oficina de asuntos culturales de la Cité, y allí se pusieron contentísimos porque
desde hacía algún tiempo habían puesto en marcha un inventario del mobiliario original y
no tenían ni idea de su existencia. ¡Cuántas veces me he arrepentido de ese arrebato de
honradez!
Así comenzó mi historia de amor por la silla Standard de Prouvé. A partir de aquellas fotos
tomadas en el estudio la he pintado y dibujado muchas veces. Hace ya unos años escribí:
“Pintar cosas, me devuelve aquellos objetos que he perdido y también me libera de la
necesidad de poseerlos”, pero en el caso de la silla Standard esa teoría no me ha
funcionado
Ahora al remirar unas fotografías del taller donde sale el baúl rojo me he dado cuenta de
que el rincón, con la baldosa en damero y la luz que entra oblicua por la ventana, parece
sacado de un cuadro de interior holandés. El hecho de haber estudiado últimamente la
pintura holandesa del XVII me ha llevado a caer en la cuenta de que aquel otoño en París
yo había ocupado mi propio “interior holandés”.
Teresa Moro. Marzo 2015.