1/4/10

MOISÉS RUIZ en LA VENTANA DE GRAS



EL JUEGO DE LA PINTURA EN CANCHA DOBLE


Gonzalo Sicre redobla la belleza de lo banal en «Ni el principio ni el fin», la individual que exhibe en Gema Llamazares (Gijón)

Gonzalo Sicre, ante una de las obras que muestra en la galería Gema Llamazares. / ángel gonzález
J. C. GEA De todos los caminos de regreso a la plena contemporaneidad que ha ido encontrando la figuración española, el de los llamados «neometafísicos» -un grupo de jóvenes pintores mediterráneos agrupados por Juan Antonio Bonet en la colectiva «Muelle de Levante» hace ya casi dos décadas- se ha revelado como una de los más fructíferos, estables y apetecibles. En primer lugar, por la calidad de la pintura que ha ido deparando; en segundo, por la variedad de posiciones y resultados que, dentro de un clima común que tiene que ver menos con los manifiestos que con las complicidades y las referencias comunes, han ido encontrando sus integrantes; pero, sobre todo, por el modo desenvuelto, carente de todo complejo, inteligente y sin estridencias con que pintores como Ángel Mateo Charris, Joel Mestre, Santi Tena o Gonzalo Sicre han dado cauce a su amor por la pintura y al viejo placer de pintar desde la experiencia de un ojo y un cerebro crecidos en este tiempo; es decir, alimentados por la cultura pop, la imagen cinematográfica, la literatura y el arte contemporáneo, pero puestos al servicio de un lenguaje que asumen con toda la carga de tradición que arrastra y de un espíritu afín al de cierta pintura de la vanguardia histórica.

La de Gonzalo Sicre (Cádiz, 1967), que acaba de inaugurar en la galería Gema Llamazares su primera individual en Asturias, es una de las pinturas más ricas y depuradas dentro de esa atmósfera común. Fiel al gusto de su autor por los títulos que, más que fijar conceptos, predisponen a la sugerencia, «Ni el principio ni el fin» reúne la obra más reciente del pintor afincado en Cartagena, ciudad que junto a Valencia ha ido concentrando por pura afinidad electiva a este grupo de artistas. Quien haya seguido el trabajo de Sicre se encontrará con un mundo perfectamente conocido: paisajes urbanos o suburbiales; arquitecturas cotidianas; luces crepusculares o nocturnas; figuras cuyo anonimato y cuya ausencia casi absoluta de tensión dramática representan el hermetismo que convierte en un misterio incluso los más insignificantes de los seres en las más insignificantes de sus acciones: una mujer que se mueve en la intimidad de su dormitorio; una luz que se enciende en una vivienda o en el luminoso de un hotel; una pareja que camina por la escalinata de un parque; la aproximación de unos faros desde la oscuridad de un túnel o una muchacha que consulta lo que parece un plano en mitad de una arboleda.

Pero, sobre todo, más allá de cualquier adscripción a neometafísicas o neofiguraciones, a vanguardias pictóricas italianas o al realismo de lo suburbano y lo banal que ostenta con toda deliberación la marca de Hopper, lo que el espectador va a encontrar en «Ni el principio ni el fin» es pura pintura: rigurosas composiciones, cuidadas armonías cromáticas, dominio técnico y conceptual al servicio de una concepción del cuadro como recinto en el cual el tiempo se coagula en espacio. Ahí reside la verdadera metafísica que suscribe Sicre; en su forma de participar de lleno en el misterio y el milagro que Velázquez formuló de manera insuperable en «Las Meninas»: la congelación de la realidad cotidiana, mediante su reducción a intemporales valores plásticos, en la realidad paralela del cuadro.

Para practicar ese juego supremo de la pintura, Sicre recurre en esta ocasión a una novedad conceptual respecto a su obra anterior: la duplicación del terreno de juego. Casi todos los temas que aborda en «Ni el principio ni el fin» aparecen organizados en series de dos cuadros en los que el tema aparece reflejado con alguna pequeña variación: la luz, la hora del día, el ángulo de visión, la posición o la actitud de las figuras. Mediante este artificio, parece incrementarse una ambigua tensión narrativa o dramática, que invita a pensar redobladamente -literalmente: dos veces- en lo que ha podido suceder antes o después del momento que recogen los cuadros. Pero lo que ha sucedido o va a suceder es posiblemente lo mismo: nada. O nada importante, al menos. Nada que distraiga de lo que -parece subrayar Sicre mediante su insistencia en estas pequeñas variaciones- está sucediendo realmente en su pintura, que es el acontecimiento de la pintura misma, el descubrimiento, por partida doble en este caso, de la belleza en cualquier tramo del espacio y en cualquier momento del tiempo y, si acaso, la revelación de que el mundo puede ser mirado de nuevo con los mismos ojos con los que el pintor lo mira, lo depura, lo sintetiza y lo transfiere al lienzo. Ojos que reinventan la realidad y crean, dentro de ella, otra realidad nueva.

Originalmente en LA NUEVA ESPAÑA